Colaboradores: Elisa Rodríguez Court
EL QUINQUÉ
LA COPA DE ORO
Hay quienes disponen de una copa de oro y cuando beben de ella en cada festín, ven aumentar el poder de su reino y de su gloria. Para tal fin disponen de sus acólitos, fieles servidores. Sentados a su lado, lo aclaman con aplausos en la pausa oportuna, instante en que el amo deposita lentamente su copa en la mesa de madera noble para alzar la vista y contemplar el propio poderío en los ojos de sus siervos. Probablemente sepa de la inquebrantable esperanza de sus secuaces de, llegado el momento, escarbar con ávida mano la tierra buscando tesoros. En cierto modo, la lealtad de estos al jefe supremo está reñida con darse por satisfechos si se encuentra, en lugar de alguna fortuna, un puñado de lombrices. Sin embargo, tampoco escapa al amo la paciencia de sus servidores, a los cuales no necesita, en principio, darles nada a cambio, salvo lo que esperan que algún día les dé. Así, se retroalimentan mutuamente ambas partes en el cumplimiento de sus cometidos. Mantenidos a la expectativa, los acólitos suspiran por la realización del deseo, mientras el soberano se atrinchera en el goce de su reinado, suponiéndolo eterno.
Parece que es este el modo habitual de conducta de la clase gobernante, ayer y hoy. Cabe, no obstante, la posibilidad de imaginarse un gobernante de la talla del Rey Thule, protagonista de una de las baladas de Goethe. En ella se habla de la copa de oro que le lega su mujer antes de morir. El Rey, fiel en su amor a ella, considera que no hay para él nada de más valor que esta áurea copa. La vaciará en cada festín, humedeciendo con lágrimas, una y otra vez, su tristeza. Finalmente, próximo a morir, cede al heredero los bienes de su reino, menos la venerable copa. Bebe de ella la postrera gota vital y la arroja al mar. La ve hundirse, desapareciendo entre las ondas, y se queda solo llorando su pena, hecha de amor a su mujer y al mundo.
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