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lunes, 18 de julio de 2011

Colaboradores - "Temblar de Caducidad" por Elisa Rodríguez Court.



EL QUINQUÉ

Elisa Rodríguez Court

TEMBLAR DE CADUCIDAD

Nada como un baño de belleza rabiosamente intensa para poner a prueba la vanidad. Mejor elegir, entonces, un lugar lejos de la residencia habitual, porque quienes conviven a diario con la belleza parecen terminar acostumbrándose a su presencia. Se puede vivir, por tanto, entre solemnes obras de arte o en un bellísimo paraje y solo pensar en perseguir la llamada de las demandas y obligaciones de la cotidianidad. Ningún corazón humano podría, además, resistir temblar de caducidad de forma permanente. ¿O es que acaso la contemplación de la suprema belleza no afecta también a los oídos capaces de oír la llamada de la eternidad? Creo que lo dijo Lacan: “La belleza es la última barrera frente al horror”. De ahí que aquella suela emocionar hasta el sobrecogimiento. A la vez que espectadores suyos, nos volvemos seres efímeros, observados por un espacio temporal que nos expulsa de su seno mientras nos recuerda nuestra propia condición mortal. Puede sucedernos en medio de un paisaje emocionante de luz cuya fugacidad nos remite a la luz de siglos pasados y futuros que no precisarán de nuestra presencia; en un viaje de ciertos trechos desiertos con una desolación de milenios; en una visita a una ciudad rebosante de arte: puentes sobre canales testigos de nuestras volátiles pisadas, iglesias coronadas por fabulosas cúpulas y torres y caballos de bronce, puertas doradas detrás de las cuales brilla misteriosamente el arte, museos y palacios cuyos muros parecen hablar y en cuyos interiores se alzan inalcanzables estatuas portadoras de eternidad y pinturas en las que nada alude al mundo en que respiramos, grandes plazas que se extienden como un salón de fiesta con el cielo como techo…

Cabe también la posibilidad de rebelarse en el fuero interno, una vez que la belleza nos ha tocado interiormente, y darle enseguida la espalda pensando que su eternidad depende de nuestra mirada. Difícil, sin embargo, librarse de la dolorosa dulzura de su soplo de muerte. 

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