EL QUINQUÉ
Elisa Rodríguez Court
FELIZ VERANO
No hay, quizá, mejor forma de tomarle el pulso al tiempo que retornando a lugares donde se residió en el pasado. Volver a una ciudad que se abandonó hace años después de haberla habitado durante un tiempo significativo de la propia vida. Cuántas vivencias a las que la memoria parece haberles dado la espalda y, sin embargo, resurgen con viveza una vez que nos encontramos de nuevo en la ciudad que se creía perdida. El tiempo se contrae y esa realidad que resultaba remota se vuelve, de pronto, cercana. Caminas por las mismas calles de antes y de ahora, contemplas los edificios emblemáticos que te devuelven la habitual mirada. Te acercas al parque donde jugaban los niños y ves ocupado el banco sobre el que te sentabas por costumbre. Tu banco, de color verde, en el lado izquierdo, junto al tobogán y los columpios, bajo la sombra donde poner a resguardo la merienda de los hijos. Te mueves en tu zona y ahí sigue la mercería, Correos, colmados y pastelerías, estancos, la farmacia, cafeterías. Son tus calles, tus rincones. Poco parece haber cambiado. Descubres la que antaño fuera tu casa y sabes que disponías por entonces de llave, que subías dos pisos, que en el balcón te fumabas los pitillos. La observas desde abajo, como si en ese preciso instante fueras a recibirte a ti misma desde arriba.
Caminas y te buscas en rostros jóvenes, así como en parejas que deambulan en la calle con sus hijos a cuestas. Pero son seres desconocidos. Cuando abandonaste la ciudad tenías su misma edad y ahora caes en la cuenta: son generaciones que llegaron más tarde. Y te cuesta reconocer a muchos de los amigos que vuelves a ver, espejo del paso del tiempo en el rostro propio. Sin embargo, recuperas su imagen de entonces al rato de compartir con ellos. Ahí siguen en una risa o en unos ojos, una voz, unos gestos, todo lo que sobrevive a las máscaras del tiempo.
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